sábado, 1 de diciembre de 2007

2. El camino de flores

Dicen las malas lenguas que la vida raras veces es un camino de flores. Y, como casi siempre, suelen acertar. El caso es que mi vida hasta hoy (y NO, este post no es otra engorrosa ego-biografía que a nadie interese, es simplemente un breve resumen de la vida de alguien aparentemente normal que sin embargo un buen día decide irse a vivir con los yankis) ha sido bastante complaciente.


Nací en una hermosa isla del atlántico llamada Tenerife, donde sus habitantes hemos tenido desde siempre la fea costumbre de tomarnos la vida con tres premisas fundamentales: la mala práctica del hedonismo, la total ausencia de interés por el mundo exterior y la casi fanática adulación de los malos gobernantes. Pero bueno, como comprenderan, a aparte de eso, criarse en un lugar donde sólo hay primaveras y veranos, donde las noches siempre llegan tarde, donde la delicuencia urbana sólo la practican los alcaldes y donde las montañas, barrancos y playas están a un tiro de piedra, es una auténtica maravilla. Así que, sin mucho pedir y con mucho recibir, fui creciendo en el seno de una familia cariñosa en la que los de la última generación siempre fuimos la prioridad. Y no me refiero a caprichitos, mimitos y el-problema-no-es-mi-hijo-sino-el-sistema-educativo, me refiero a un apoyo constante, mano dura cuando era necesario y muchos, muchos valores bien inculcados. Chupao, vamos.


Total, que me hice mayor sin muchos contratimpos. Tuve mis amores y mis desamores, hice mis viajes primerizos y mis rituales iniciáticos, probé esto y aquello, escribí gilipolleces (en prosa y en verso), compuse malas canciones, toqué la guitarra, me toqué los cojones y un día me preguntaron que quería estudiar y yo respondí lo primero que se me vino a la cabeza.


"¿Medicina? Para eso tienes que estudiar mucho y luego trabajar mucho y dormir poco y además ganas poco y luego te deprimes y te dan la baja y luego te prejubilan y te dan una mierda". Eso fue más o menos lo que me dijo mi madre, que es una mujer muy sensata. Pero yo siempre he sido un hombre que asume sus decisiones, ¿vale? -le contesté- y si me prejubilan pues mejor que mejor. Me iré a pescar... o aprendo fenchui. O algo.


Así que un soleado día de septiembre del recién estrenado nuevo milenio hice acto de presencia en el Aula 1 de la facultad de Medicina de la Universidad de La Laguna (a diez minutos sin tráfico de la casa de mis padres, tres cuartos de hora avec), para escuchar la bienvenida del por aquel entonces decano de Medicina. Y allí estuve (bueno allí y en la cafetería) un par de añitos hasta que me hablaron de las becas Erasmus y me apunté en las listas.


-Irás a Bruselas-, me dijo mi profesor de epidemiología (que además se encargaba del tema de los Erasmus). Y a Bruselas fui. Con la ventaja añadida de tener allí a cuatro de mis más queridos familiares. Y no sólo eso, apenas aterricé en tierras nórdicas los compañeros patrios allí apostados me corrigieron al presentarme y me aclararon que no eramos ya Erasmus... a partir de ese momento eramos: ¡ORGASMUS! Qué chachi, ¿no? -pensé-. Pues sí, una auténtica gozada, y el recuerdo de aquellos días siempre me viene acompañado de una sonrisa, ¡sobretodo si es de las bonitas amistades que embelesaron mis días en aquellas tierras!


Así que le cogí gusto a aquello de estar fuera de casa, por lo que decidí irme a Barcelona (¡oh! Barcelona...) a terminar mi carrera. Como todo recién llegado a la gran ciudad lo primero que hice cuando llegué fue ponerme a buscar piso, y como todo recién llegado a la gran ciudad pronto me di cuenta de que la famélica paga de mis padres no me iba a dar para alquilar un ático de 100m2 con vistas al mar. Así que acabé viviendo con un portugués loco, un músico noruego-chileno y una italiana de dudosas costumbres higiénicas en la principal calle de putas del Raval. Y aunque aquello fue una experiencia inolvidable, a los pocos meses me mudé al piso de un buen amigo mío donde una de las habitaciones había quedado libre. El piso está en el barrio Gótico y es tan inmenso en tamaño como en caracter. Allí vivían y viven el inimitable Oliver, la dulce Ale y, de vez en cuando, la excéntrica y divertidísima Gabi. Y allí fui muy feliz. Y por lo que respecta a la carrera, fueron años de mucha cafetería de la facultad, mucho perseguir a los médicos por el hospital, mucha biblioteca, grandes fiestas de recaudación, un viaje de fin de carrera a México totalmente inigualable y un puñado de grandes amigos que espero se conviertan en grandes médicos en el futuro y que me curen cuando sea viejito. (Dani, no te des por aludido, prefiero evitar ser paciente tuyo).


Total, que me gradué y las cosas empezaron a complicarse. ¡Tenía que tomar decisiones! O bien me estudiaba el desdichado MIR y me quedaba en España para hacer la especialidad o seguía rulando por el mundo. Finalmente (y de las razones concretas probablemente hablaré en mi siguiente post), decidí irme a EEUU para continuar mi formación. El problema es que, a parte de los arduos exámenes y pruebas prácticas a las que te tienes que someter para poder acceder a una plaza de especialidad americana, la burocracia (a ambos lados del charco) es lenta... muuuuy lenta. Así que pronto quedó claro que entre medio, hasta que me dieran una plaza y pudiera empezar mi especialidad en tierras gringas, tendría que hacer algo útil con mi vida. Y fue entonces cuando tuve la inmensa fortuna de ir a parar a Mauritania, en África Occidental.


En Mauritanía se encontraba mi querida hermana viviendo y trabajando y a allí me trasladé a pasar algunos meses con ella. El tiempo que estuve en tierras africanas pronto dejó de ser un interim entre mi carrera y mi residencia, para convertise en una de las épocas más plenas de mi vida. Viajé, aprendí, escribí, disfruté, compartí, bailé, bebí, comí y me sacié. Y por supuesto, conocí a Ana. Pero, como todo lo bueno, se acabó, y a los nueve meses de vivir del cuento me vi en la tesitura de tener que ¡trabajar para vivir!


Y así fue como un inocente y feliz licenciado en medicina como yo acabó convirtiéndose en un amargado y ojeroso médico sustituto del Servicio Canallo de Salud... perdón Canario. Y cuando me harté del hábil proxenetismo clínico del SCS en Tenerife, me fui a trabajar de médico rural a las agrestes montañas de la isla de La Gomera y de allí otra vez a la medicina urbana de trinchera en Gran Canaria. Casi na.


Y en esas he andado hasta la fecha, cuando las entrevistas con los directores de los programas de especialidad en EEUU están ya a la vuelta de la esquina... Sí, las temidas entrevistas, que a diferencia del sistema español, son requisito imprescindible para obtener una plaza de especialidad americana, como ya les hablaré en mi próximo post, inshallah.

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